martes, 28 de enero de 2014

Caballitos de mar


El mar no me habla específicamente a mí. Sería muy soberbia si creyera eso. Yo escucho sus relatos desde mi sillita al sol. Y la vida se me ilumina, se me oscurece, tengo frío, tengo calor...

En la playa no hay secretos, histerias, estrategias ni posturas. Nada de eso. No para mí. Vida pura, fácil. Subo el médano, lo bajo, llego a la costa, me mojo los pies. Si el mar está tranquilo y hace calor, entro. Si no, lo observo. Ya suficiente movimiento hay dentro de mí. Él sabe, no me obliga. Me da lo que yo necesito recibir.

Voy a encontrar la manera de estar cerca suyo más a menudo, porque ahí –casi siempre– soy feliz.

Ahora estoy en la ciudad. Me traje el cielo conmigo. Una parte, bah. Me alcanza hasta que vuelva a subir el médano, bajarlo, llegar a la costa y mojarme los pies.

(Un secreto: cuando miro el mar –después de un rato– encuentro a mis queridos que ya no están. Sin tristeza. En la espuma. Siempre sonrientes y disfrazados de caballitos de mar.)